La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos. (Proverbios 18:21)
La Biblia nos recuerda que las palabras no son simples sonidos o expresiones pasajeras; lo que decimos no es insignificante.
Cada palabra que sale de nuestra boca tiene el poder de producir vida o de causar muerte. Con ellas podemos edificar, sanar y animar; o también herir, destruir y apagar la creatividad de otros. No hay término medio.
Sin embargo, el problema no está solo en la lengua, sino en el corazón, porque “de la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6:45).
Si queremos hablar vida, necesitamos permitir que Dios transforme nuestro interior. Cuando nuestro corazón está lleno del amor de Cristo, nuestras palabras reflejarán gracia, compasión y verdad.
Cada día tenemos la oportunidad de usar nuestras palabras como herramientas de bendición. Un elogio sincero, una palabra de ánimo o un consejo oportuno lleno de amor pueden traer refrigerio o incluso cambiar la historia de una persona.
Así como una chispa puede encender el benéfico fuego de una chimenea, una palabra puede encender esperanza en un corazón desanimado. Pero por otro lado, también debemos ser conscientes del daño que puede causar una lengua sin control.
La crítica, el chisme o la mentira pueden destruir amistades, familias e incluso comunidades enteras. Por eso Santiago compara la lengua con “un fuego, un mundo de maldad” (Santiago 3:6).
Dios nos llama a hablar con sabiduría, diciendo: “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal” (Colosenses 4:6). Por lo tanto, pidamos a Dios que ponga un guardia en nuestra boca (Salmo 141:3), y que nuestras palabras siempre estén “sazonadas” con el buen sabor de Su Palabra.
Así, hablaremos vida y bendición, convirtiendo nuestro lenguaje en un canal del amor y poder de Dios.
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